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jueves, julio 06, 2006

Chilean Fas Fud, la democratización del sabor




Esa maldita obsesión de llevarlo todo a la calle. No sólo hablamos del monito de moda, llámese éste Doraemon, Pucca o Pikachu. No sólo se trata del festival de la imitación, hablemos de libros para pintar de Los Rocachalas en vez de Los Picapieras o Don León en vez del Rey León, muñequitos semi-articulados de Power Comando imitando a los Power Rangers, pelotas de Shreki en vez de Shrek y mi ya mítico Amistosito, la copia tiesa, dura y decadente del tierno oso Cariñosito.

Ahora, sacándole chispa a la neurona, hemos llegado al límite entre el ingenio y la salubridad. Aprovechando el boom de la comida chatarra, sumamos un subgénero a este rentable negocio: la “chilean fas fud”.

Mirándolo de manera benevolente, podríamos decir que se trata de la democratización y globalización del sabor. De esta forma, todos los estratos de nuestra sociedad pueden deleitarse con la tradición milenaria oriental de los arrollados de primavera, disfrutar los italianísimos sabores de una pizza o llenar la guatita con los yankis hot dogs. ¿Dónde es tamaño festín?, se preguntarán ustedes. Para quienes aún no sepan la respuesta y ni siquiera la imaginen, es muy simple: en las mejores y más populares esquinas de nuestro país. Frankin, República, Suecia, Bellavista, Parque O’Higgins, entre otros barrios que de seguro me quedan por conocer, se impregnan a diario con el penetrante olor de la comida callejera y miles de transeúntes han convertido a los carritos en un rentable negocio.
La carta se completa, además, con choripanes, sopaipillas con mostaza y pebre, churrascos, papas fritas, lomitos, anticuchos, empanadas fritas y ass. Sin lugar a dudas, toda una variedad de culturas, ingredientes y sabores, agrupados bajo un factor común: la falta de higiene, permisos sanitarios y un dolor de estómago que muchos hemos tenido luego de saciar algún momento de antojos luego de una noche de parranda.

En noviembre de 2003, el Servicio de Salud Metropolitano del Ambiente, Sesma, pareció preocuparse del tema. Junto con anunciar una fuerte fiscalización a los carritos callejeros, definió tres niveles de riesgo para los productos que era vendidos en las calles. El más bajo correspondía a las cabritas, algodones de azúcar y frutos secos. En el de mediano riesgo se encontraban productos como las sopaipillas, empanadas fritas de queso y papas fritas. En el tope de la lista están los carritos de completos, debido a la mayor manipulación de alimentos y a la refrigeración que sus salsas y cecinas requieren.

Sin embargo, más allá del pirotécnico anuncio, la cosa no cambió mucho. No sólo seguimos sin ver guantes, pecheras, mascarillas, gorros, máquinas de refrigeración y agua potable en los carritos, sino que, a cambio de eso, continuamos presenciando uñas cochinas, aceites rancios, olores a fritanga, manipulación de alimentos y monedas con las mismas manos y ni un mísero cartelito que diga “Autorizado por el Sesma”. Más aún, cabe preguntarse dónde harán sus necesidades aquellas personas y bajo qué condiciones. No se trata de hurgar en la intimidad de la gente, pero cuando sus descuidos personales pueden afectar al resto, los ochenta pesos de una sopaipilla pueden multiplicarse por varios más, producto de una indigestión.

Democratización del sabor. Perfecto. Pero no a cualquier costo.